Julius Evola. Septentrionis Lux


REACCIONAR… ¿CONTRA QUÉ
May 25, 2024, 2:29 pm
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Vaya, aquí, nuestro aporte para el número 24 de la revista «Naves en llamas»:

REACCIONAR… ¿CONTRA QUÉ?

Ante el marasmo existencial, cultural, social y político en el que se halla inmerso el mundo en el que vivimos se pueden, desde posiciones conscientes de dicha terminal situación, adoptar, básicamente, dos posturas: una, la de permanecer pasivamente contemplando la disgregación imperante e intentando –se sobreentiende- permanecer inmunes a los quebrantos que se producen en el alma del común de nuestros congéneres y otra postura, la de emprender algún tipo de reacción ante estas destrucciones. La primera postura puede obedecer a dos motivos diferentes. O bien a la falta de cuajo para enfrentarse al quasi omnímodo desorden imperante, o bien a la certeza de que hacerle frente representa una actitud rayana en lo suicida y de, prácticamente, inútiles consecuencias prácticas. La segunda postura -la que conoce de algún tipo de reacción- se puede, asimismo, vehicular de dos maneras diferentes. Una sería la que consiste en echar el resto y encarar, heroica y –admitámoslo- trágicamente, la gigantesca bola de nieve destructiva que se nos viene encima. El destino trágico de esta opción está casi cantado. La otra manera de vehicular algún tipo de reacción entendería que enfrentarse descarnadamente al Establisment y a sus múltiples tentáculos equivale, casi, a situarse a las puertas del fin de aquel que osase tamaño desafío y que debido a la certeza del cumplimiento de ese más que probable final lo más adecuado sería lidiar contra la alienante postmodernidad hegemónica no cara a cara, pues se tendrían todas las de perder, sino poniendo públicamente en solfa sus contradicciones, sus inconsistencias filosóficas, esos desvaríos que llegan hasta lo esperpéntico y sus inverosímiles ataques al sentido común y al orden natural de las cosas. Poner al descubierto todos sus desafueros y emplearse a fondo en que este desvelamiento llegue allá donde se pueda pueden suponer peldaños de sumo valor a la hora de componer la escalera que lleve al desprestigio total de este deletéreo final de ciclo. Esta posible postura a adoptar estaría en consonancia, en su vertiente externa, con lo propuesto por aquella doctrina extremooriental conocida como la de “cabalgar el tigre” y cuyo estudio, análisis, adecuación y aplicación a sus tiempos supo magistralmente poner en negro sobre blanco el italiano Julius Evola con su libro homónimo publicado, por vez primera, en 1.961.

No creemos necesario comentar que ante la primera postura, pasiva, y la segunda, de reacción, estimamos que es esta última la que deberían hacer suya todos aquellos que sepan de lo que representan el mundo moderno y, actualmente, el postmoderno de allanamiento de lo más entrañable y sustancial del ser humano. Igualmente, si debemos elegir entre una de las dos maneras de bregar contra los disolutos y opresivos mecanismos, subproductos, instituciones, aparatos, corrientes e instrumentos del Sistema imperante lo haríamos por la segunda expuesta, pues la primera (la del enfrentamiento descarnado, cara a cara) no lleva más que a la destrucción del valiente que la asuma. Se trata, en todo caso, de reaccionar ante la bestia que nos quiere reducir a ser seres inanimados, desangelados, deconstruidos de todo lo que nos convierte en personas y nos aboca, dicha deconstrucción, a convertirnos en meros individuos atomizados e indistinguibles los unos de los otros. Si

una de estas dos posturas a adoptar nos convierte en reaccionarios, bienvenido, y sin complejos, venga el vocablo.

No reaccionaremos para aspirar a recuperar sistemas políticos, modelos culturales y formas de entender la vida y la existencia anteriores a los que nos sofocan a día de hoy pero que no suponen más que eslabones de esa cadena descendente que ha culminado en el actual depauperado estado de cosas. No reaccionaremos para dejar atrás el mundo postmoderno y anclarnos en el anterior moderno que representa el germen de aquel. No reaccionaremos para echar en el vertedero de la historia al -en expresión de Evola- ‘hombre fugaz’ gregario (que tanto le debe al comunismo) que sólo aspira al ‘aquí y ahora’ (hic et nunc), a lo inmediato y a satisfacer sus caprichos para sustituirlo por el anterior hombre arquetípico del liberalismo burgués, con su aspiración a la ‘vida muelle’, pusilánime y constreñido a estrechos y fútiles convencionalismos. No reaccionaremos para restaurar sistemas políticos que por el hecho de preceder a los actuales no significa que no fueran la antesala de los que se han impuesto en nuestros tiempos. Es por esto que por aspirar a acabar con la demoplutocracia financiera y mundialista no haremos bandera del sistema liberalcapitalista que la precedió ni del comunismo que padecieron tantos países (y aún padecen algunos pocos), especialmente, tras el fin de la IIGM. Por saber de lo muy decadente del comunismo y liberalismo no reivindicaremos lo que precedió a revoluciones como la francesa de 1.789 que se hallan en el origen de ambas ideologías, esto es, no reivindicaremos los despotismos ilustrados dieciochescos. O, por también ser conocedores de lo funesto de éstos, no reivindicaremos su estadio anterior: las monarquías autoritarias, que básicamente vinieron de la mano del Renacimiento. No reaccionaremos, pues, ante un estado de cosas disolvente para reivindicar la memoria de su padre y generador. Pero sí reaccionaremos contra los autoritarismos bajomedievales y renacentistas para postular por la restauración de algo parecido en esencia y cosmovisión a lo del Imperium que los precedió en buena parte de la Christianitas medieval, pues ese ideal imperial respondía a una forma sagrada de entender la vida y la existencia y es que no debemos de dejar de tener siempre bien presente que la progresiva pérdida, por olvido (avidya, en sánscrito), de esa dimensión trascendente del ser humano se halla en la raíz de todos los procesos de involución por lo que ha transitado y transita el hombre, de una manera cada vez más diáfana, desde que la Edad Media empezó a descomponerse en el mencionado bajo Medievo. Ese progresivo alejamiento con respecto a lo Absoluto tuvo su correlato en la desacralización de las instituciones políticas, cuyo proceso se implementó, básicamente, tras la derrota (allá por el s. XIII) del Sacro Imperio Romano y del gibelinismo que se puso a su lado ante el Papado y sus repúblicas, principados y ducados aliados que constituyeron un bando güelfo que pugnó por arrebatar al Sacro Imperio y al emperador sus funciones y sus atributos sacros para hacerlos exclusivos del dicho Papado. Con la pérdida de la función pontifical (entre sus súbditos y la divinidad) del Emperador y del Imperio los estados autoritarios que se formaron en buena parte de sus territorios y, por ósmosis, en otros más o menos colindantes a aquel carecieron de esa función sagrada que desde lo alto de la jerarquía políticosocial

había impregnado el sentir y el vivir de los súbditos y de los reinos, principados, señoríos, hermandades, cofradías, gremios,… que habían constituido, amónica y orgánicamente, parte del Sacro Imperio. Podrida la cabeza (la monarquía autoritaria desacralizada) se iría pudriendo el cuerpo y laicizándose paulatinamente. El conglomerado social se iría, así, alejando de un accionar cotidiano enfocado siempre hacia lo Alto.

La sacralidad de la idea de Imperium le viene dada por aspirar a ser un remedo, aquí en la Tierra, del orden cósmico que rige en lo alto. La armonía propia de las fuerzas sutiles (numina) del macrocosmos orbita alrededor del principio supremo y eterno que se halla en el origen de las mismas. De la misma manera, la unidad del Imperium se hace posible gracias a la fuerza centrípeta que el aura, prestigio y dignidad superior que emanan de la figura sacra del emperador ejerce sobre todas las instituciones, territorios y cuerpos intermedios que se engloban en el ámbito imperial; todo lo dicho acerca del Imperium es trasladable a la idea de un Regnum sacro.

Se comenta más arriba que “se trata, en todo caso, de reaccionar ante la bestia que nos quiere reducir a ser seres inanimados, desangelados, deconstruidos de todo lo que nos convierte en personas”. Ese proceso involutivo de deconstrucción ha pasado por diferentes fases y, obviamente, no ha acontecido de golpe. No es por casualidad que en el bajo Medievo fuera cuando apareció la figura de un Guillermo de Ockham y su nominalismo negador de los universales. El primer hachazo tendente a la eliminación de la dimensión trascendente de la realidad y del hombre estaba dado. Martín Lutero se reivindica como sucesor suyo y por ello la ruptura protestante va en la línea de esa negación de lo metafísico en el hombre al cercenarle la posibilidad de que mediante las obras (ahora nos referimos a las obras interiores -la Iniciación- que la Tradición Perenne concibió como modo de despertar la semilla de lo eterno que anida aletargada en el fuero interno del ser humano), mediante las obras, decíamos, uno pueda conquistar la eternidad. Para el protestantismo esa semilla sagrada no existe dentro de nosotros y sólo queda la fe para aspirar a que Dios nos tenga a bien concedernos la salvación. Tuvo que aparecer Calvino para darle una vuelta de tuerca a la caída de nivel que supuso el luteranismo y espolear la concepción mercantilista de la vida al afirmar que la riqueza era una señal de que la divinidad había predeterminado, ya antes del momento del nacimiento, a la salvación a quien la hubiera acumulado.

Nos hallamos en los inicios de lo que la historiografía oficial denomina la Edad Moderna y el proceso de deconstrucción del hombre, paralelo a la aparición del protestantismo, tiene otro jalón en el humanismo erasmista y antropocentrista que, en el s. XVI (aunque el humanismo ya veía de antes), ególatramente situaba al hombre (como mero compuesto psíquico-físico) como centro del Universo y ya no a Dios (teocentrismo) o, si se prefiere, a la divinidad que el hombre, a los ojos de la Tradición, siempre atesoró en su fuero interno. La desacralización de la persona que esto supuso excretó, un siglo después, el racionalismo cartesiano, pues esta filosofía era lógica consecuencia de haber despojado al hombre de su dimensión Trascendente. Un hombre así mutilado ya no podía tener por guía suprema la referencia de lo Eterno,

que aletargado anida en nuestro interior y que espera ser despertado por el hombre tal como se concebía en el Mundo de la Tradición. La guía suprema, ahora, era la de esa mente-psique que había perdido su referente Superior (el Espíritu) y que autónoma podía por un tiempo mantener por inercia, los valores (lealtad, nobleza, fidelidad, honor, pundonor, espíritu de servicio y sacrificio,…) que de su mutilado referente Superior emanaban pero que con el tiempo los iría perdiendo para acabar segregando ideas disolventes y deletéreas. Ideas como aquellas que conforman los subproductos emanados como consecuencia del triunfo de la Revolución francesa (previo paso por la Ilustración del s. XVIII). Subproductos culturales que van alienando más y más al hombre y acrecentando su deconstrucción. Ya en época decimonónica el subproducto del evolucionismo darwinista sería uno de ellos, pues pretende bestializar al hombre asignándole un origen animal en lugar del divino que siempre tuvo la certeza, en el seno de la Tradición, de poseer. El hombre-animal es pasto fácil de entregarse a los impulsos más primarios de la concupiscencia pansexual que sufrimos hoy en día o del consumismo más desenfrenado propio también de nuestros desangelados días. El hombre al que se le ha inculcado un origen simiesco ya no mira y busca a sus más remotos ancestros y le da, así, la espalda a sus raíces e identidad, pues ya no tiene el sano orgullo de tenerse por descendiente de dioses o héroes o de haber sido creado “a imagen y semejanza” de Dios.

Sigmund Freud puso su importante grano de arena deconstructor al fijarnos al turbulento y confuso mundo del subconsciente. Nos hizo creer que nuestra conciencia ya no iba de la mano de la Supraconciencia (de lo Elevado y Sagrado) -tal como la Tradición Sapiencial concebía- sino de lo ínfero, de lo que se halla por debajo de la conciencia. Nos hizo creer que nuestros actos derivaban de traumas, miedos, impulsos primarios, pulsiones y complejos a los que no se les había dado conveniente rienda suelta y que por esto acababan motorizando de manera concluyente nuestro cotidiano hacer, sentir y pensar.

El utilitarismo también trabajó en este desarrollo deconstructor, pues desechó como inútil cualquier noble y elevada aspiración del hombre por considerarlas no rentables desde un punto de vista “práctico”.

Subproductos culturales, como estos tres del s. XIX, conglomerados con las corrientes filosóficas, también tratadas anteriormente, de los siglos XVI (humanismo antropocentrista y protestantismo con su discurso del ‘libre examen’ que hay que encontrar en la base del subjetivismo actual postmodernista), XVII (racionalismo en Descartes; o Spinoza) y XVIII (Ilustración) han supuesto algunos de los hitos principales en ese camino que ha desembocado en la conformación del actual agitado y desnortado homo vulgaris postmoderno. Ese ‘hombre fugaz, del ‘aquí y ahora’ que vermicularmente se arrastra por el fango de sus caprichos, de su ego desmedido, de su necia arrogancia, de su inestabilidad y su voluptuosidad que por estar vaciado de contenido -deconstruido y, por ende, desenraizado- se ha constituido en átomo intercambiable por cualquier otro del planeta y que no responde más que a los estímulos primarios del consumo y del hedonismo más descarnado y desorientado (o

si no, mírense los hasta 112 “géneros” e identidades sexuales contempladas por la mundialista ONU…).

Reaccionemos contra estos dislates que, desde el final bélico de aquellas Querellas de las Investiduras que enfrentaron a gibelinos y güelfos han ido sumiendo al hombre en el fango más espeso. Hagámoslo, a nuestro parecer, utilizando la estrategia, señalada en este escrito, de ‘Cabalgar el tigre’. No nos quedemos pasivamente observando las combustiones que provoca este kali-yuga o Edad de Hierro en su fase más crepuscular, pues si no ponemos de nuestra parte nos tememos que las destrucciones (no sólo existenciales, sino también culturales, sociales, económicas y políticas) se pueden prolongar mucho más de lo que la resistencia humana puede soportar y quizás una futura reacción ya no sea posible. Y no cabalguemos el tigre únicamente en el mundo exterior sino que, paralelamente, hagámoslo también en el orden interno, como nos ilustra la enseñanzas de Mitra matando al toro que representa las pasiones deslocadas, los sentimientos exacerbados, las emociones incontenidas, los instintos primarios, las pulsiones primitivas, los miedos, complejos y traumas, la soberbia, el egoísmo, la concupiscencia y la mezquindad. O nos ilustra la lucha del caballero contra el dragón. O de Sigfrido contra la misma bestia. O de Apolo contra Pitón. O de Hércules contra el león de Nemea, la hidra de Lerna, el toro de Creta o contra el gigante Gerión. O la titanomaquia entre los dioses olímpicos y los titanes. O las luchas entre los devas y los asuras de la tradición indoaria. O los Asen y einherjar contra gigantes y monstruos de la mitología nórdica. Esta lucha interior es insoslayable en el que sería deseable camino de la realización interior (la via remotionis de la que hablaba Evola) y es insoslayable, desde otra perspectiva, si pretendemos sobrevivir a las destrucciones existenciales que la modernidad y, ahora, la postmodernidad producen.

Anhelamos, finalmente, la reacción no sólo para acabar con este mundo calamitoso y enajenador sino con el objeto de reconstruir el Orden Tradicional perdido, no para copiar instituciones y formas fenecidas del pasado sino para hacer reverdecer las Verdades Absolutas que lo hicieron posible.

Eduard Alcántara

eduard_alcantara@hotmail.com


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